A través de Lote 77, Marcelo Mininno pone en jaque al universo masculino y su redefinición en el tercer milenio.
Siempre nos dijeron, en la escuela y en todos lados, que Argentina es un país agrícola-ganadero y que su riqueza está en la exportación. Desde hace más de 200 años vivimos con este mito fundacional, arraigado tan profundamente en nosotros que logró dividir al país a comienzos del 2008, casi como si fuera un River-Boca.
La historia, dijimos, es vieja como la ciudad, porque los mataderos existieron desde que Juan de Garay repobló Buenos Aires. Al principio, cuando todo esto no era más que un pequeño caserío, estaba a unas pocas cuadras del fuerte. A medida que la ciudad crecía, los lugares para faenar se retiraban. El primer matadero oficial aparece en 1607; funcionó en Plaza Lavalle, después en Recoleta y luego en Belgrano. En 1830 inició sus actividades el "Matadero de la Convalescencia", llamado así porque funcionaba en el lugar donde medio siglo antes había existido un pequeño hospital. Es el que pinta en sus acuarelas Carlos Pellegrini y el que describe Esteban Echeverría en El Matadero. Idas y venidas, fiebre amarilla y Generación del '80, modernización e inmigración, hacen que en 1889, durante la presidencia del Dr. Miguel Juárez Celman, se coloque la piedra fundamental de un conjunto de edificios donde funcionará el Mercado Nacional de Hacienda y Matadero Municipal: Mataderos. El 21 de marzo de 1900 se faena el primer animal. En los primeros tiempos, la única diferencia residió en que la matanza, en lugar de realizarse sobre playas cubiertas de barro e inmundicias, se realizaba sobre empedrado; era siempre presenciada por un numeroso público, que venía con un vaso a tomar la sangre recién extraída del animal para curarse alguna enfermedad. La sangre de las reses era derivada hacia el arroyo Cildáñez, que pasaría a llamarse, en la voz popular, "arroyo de la sangre".
O sea que hasta para los vegetarianos, Mataderos forma parte del ADN nacional.
"¿Cómo un hombre construye un varón? Mientras tres hombres indagan en aquellas tareas que sirven a la crianza, selección y clasificación del ganado bovino en lotes de venta, se enfrentan a la frágil faena de reconocerse". Así reza el programa de mano de Lote 77, la singular propuesta de Marcelo Mininno, que junto a un elenco integrado por Andrés D' Adamo, Lautaro Delgado y Rodrigo González Garillo, exploran la naturaleza masculina.
Sin avisar, sin bajar las luces, sin telón, un personaje nos interpela desde el encierro de una tranquera y da comienzo a la obra. Así, de sopetón, a la fuerza, igual que como llegamos al mundo. Porque estos hombres también son lanzados a una civilización, que exige al universo masculino una fuerza (y muchas veces una violencia) contraproducente, angustiante, sin red de contención. Ser hijo, ser padre, ser amigo, ser macho argentino, orgullo nacional y carne de exportación.
Tres historias que se articulan, se ensayan, se modifican con los diferentes puntos de vista, se completan, historias de los deseos de tres hombres en el baño, de tres toros en el corral, de tres novillos para el matadero.
¿Qué es lo que hace a un hombre? ¿Cuáles son las prácticas de género que los identifican? Después de la revolución femenina y la reubicación de la mujer en la civilización occidental, los varones parecen perdidos y se refugian en la zona míticamente relacionada con lo varonil: la agresión. Por eso, a medida que avanza la obra, esta misma historia se cuenta amplificando los niveles de violencia, acercándolos más al animal y alejándolos del humano. Las historias, entonces, no se complementan (como nos parecía al principio), sino que se amplifican.
La escenografía a cargo de Mininno, hecha con tranqueras de descarte de mataderos auténticos, dos bancos y una campana, tiene la capacidad de mutar haciendo mínimos ajustes. Las transiciones espaciales están al servicio de la trama, los actores las realizan en escena, logrando intensidades sumamente interesantes. La iluminación, a cargo de Eli Sirlin, y el vestuario, responsabilidad de Carolina Mas, completan la puesta.
Las actuaciones están trabajadas, como sucede últimamente en el teatro off, a medio camino entre lo épico y lo dramático. Es decir, siguiendo a Arsitóteles, entre una acción narrada y una acción desarrollada en escena. El único inconveniente que se percibe con esto, es la repetición de una de las tantas formas posibles de la épica: el actor que interpela al público, habla rápido y de corrido, mira al horizonte, y parece que más que decir el texto lo vomita. Este tipo particular de distanciamiento épico, de tanto verlo, termina resultando poco efectivo. Por suerte, en Lote 77 son pocas las veces que sucede; y gracias a la alternancia entre la épica y la dramática, las actuaciones cobran matices poéticos.
El trabajo de Mininno es (y quiero decirlo una vez más) una de las grandes gratas sorpresas del 2008. Una dramaturgia sólida, una puesta integral. Un megarrelato que, como aparece en el programa de mano, es Industria Argentina y carne de exportación.